Por Jaime Bacás
En coaching decimos que si no tienes una distinción eres ciego para esa distinción. La es invisible para muchos porque es transparente.
Utilizo el término transparencia para significar su universalidad y ubicuidad, porque la procrastinación existe desde siempre, en todos nosotros y la encontramos en todos los ámbitos de nuestra vida. ¿Es un rasgo arquetípico de los humanos?
A lo largo de la historia encontramos abundantes referencias, algunas tan antiguas como las que aparecen en algunas de las leyes promulgadas durante el reinado babilónico de Hammurabi (1.760 A.C.)
También es transparente porque la mayoría todavía la confunde con la pereza, la despreocupación o la holgazanería.
Cualquiera de esas tres etiquetas las asociamos a “rasgos de carácter” y, de esa forma, cerramos la puerta de su solución. Si el estudiante o el empleado pospone, posterga o retrasa el comienzo de su estudio o la ejecución de una tarea o decisión, probablemente diremos que “es perezoso o despreocupado” y estaremos convencidos de que apenas podremos hacer algo para ayudarle, excepto decirle que si no empieza pronto le va a pillar el toro de los exámenes o de la fecha límite. No hace falta decir que ese aviso, aunque bienintencionado, no sólo es completamente inefectivo, sino además bastante negativo porque ahonda el sentimiento de incapacidad y culpa del procrastinador.
¿Cuántos individuos conoces que hayan buscado solución o pedido ayuda para reducir o erradicar su hábito procrastinador?
Si eres consultor, formador o coach ¿cuántos clientes te han pedido consejo o ayuda para esto?
En mi práctica como coach ejecutivo estoy teniendo la oportunidad de “identificar” bastantes casos de procrastinación de muy variados tipos, porque (ahora) ya tengo esa distinción y… no es difícil observar lo que eres capaz de identificar.
Reconozco que hasta hace unos cuatro años no tenía una idea clara de lo que era y, mucho menos, de las herramientas eficientes que ofrecer al coachee para resolverla.
Un proceso. Dos etapas
La procrastinación es un proceso que se compone de dos etapas, claramente diferenciadas por sus características.
La primera etapa la inicias mediante un impulso dilatorio, que es generado por una circunstancia (que juzgas) negativa.
Es una etapa activa porque te involucras en una actitud de “evitación”, mediante la que evitas la ejecución de la tarea o actividad relevante objeto de procrastinación.
La segunda, sucede de forma inmediata y tiene carácter pasivo. Te dices “es mejor hacerlo más tarde”. Acompañas esa decisión con alguna “justificación” (excusas) para acallar la inconveniencia de tu decisión.
El resultado es que “sustituyes” su ejecución con otra tarea menos relevante.
El coste
Procrastinar no es gratuito. De hecho es muy caro. Un acto o un patrón conductual procrastinador tiene siempre dos costes.
Uno es el retraso en la ejecución de la tarea o actividad, lo que en el ámbito laboral afecta, directamente, a tu rendimiento, es decir, a tus resultados. O sea, a la cuenta de explotación.
El otro coste se relaciona con tu bienestar. La procrastinación genera una disminución directa de tu autoeficacia (Bandura) y ésta reduce tu autoestima. Son muchos los sentimientos negativos que experimentan los procrastinadores.
Uno de los más comunes es el de culpa.
Un hábito procrastinador genera pérdida de oportunidades de desarrollo, que disparan sentimientos de fracaso en bastantes personas.
Paradójicamente también son frecuentes los retrasos y postergaciones en actividades que te producen placer y así me encuentro con procrastinadores que se duelen de estar perdiendo el contacto con amigos y aficiones. Situaciones que achacan, como siempre, a la excusa más vulgar y frecuente: la “falta de tiempo”.
Un problema (muy) complejo
La abusiva extensión de este hábito aprendido se explica por su amplia variedad de causas y orígenes.
Las circunstancias negativas (según tu juicio) que disparan los impulsos procrastinadores cuando te enfrentas a determinada actividad o tarea pueden ser tu propia duda sobre tu capacidad o idoneidad, o una sensación de incomodidad al suponer, o anticipar, que esa tarea es difícil, compleja, aburrida, problemática o espantosa. Otras veces, es el miedo. El miedo al fracaso y, también, al éxito.
El perfeccionismo es otra forma de expresión de la procrastinación. También la encontramos en bastantes de las personas “super-atareadas”.
Procrastinan aquellos que se “rebelan” contra lo que estiman un intento de control excesivo por parte de otros – generalmente sus jefes.
También tu miedo al riesgo y tu sentimiento de vulnerabilidad.
La ansiedad y la depresión son otros disparadores frecuentes de procrastinación.
Y la lista es aún más larga.
Una solución simple aunque difícil
Afortunadamente ahora sabemos que es un hábito aprendido con la estructura simple y común descrita anteriormente:
impulso dilatorio decisión de evitación estrategia escapista.
Como cualquier hábito inefectivo sabemos que podemos reducirlo o, incluso, eliminarlo, sin más que sustituirlo por otro que sea más efectivo. Aunque en el caso concreto de la procrastinación existe un elemento que dificulta mucho ese proceso de sustitución y que no es otro que el fuerte alivio (recompensa) que recibimos al procrastinar. El alivio que sentimos es proporcional a la incomodidad, a veces miedo, que provoca la tarea que procrastinamos.
Existen muchas herramientas genéricas y específicas que ayudan a paliar o resolver tus problemas de procrastinación o el de las personas que te rodean. Yo las utilizo trabajando desde un entorno de coaching porque me parece que su eficacia se incrementa notablemente.
“Esperar es una trampa. Siempre habrá razones para esperar. Lo cierto es que hay sólo dos cosas en la vida, razones y resultados, y las razones simplemente no cuentan”. - Robert Anthony