Prof. Jorge Pérez-Renta
Cada día, no cabe duda que las estrategias de publicidad afinan con mayor detalle su intención de provocar interés en los espectadores, clientes y posibles consumidores. Estos esfuerzos se han convertido en ejercicios de absoluta creatividad para lograr el propósito anhelado: persuadir.
En su acepción más pura -específicamente según la RAE- la persuasión implica la “aprehensión o juicio que se forma en virtud de un fundamento”. En una sencilla búsqueda por las redes cibernéticas, es posible encontrar cientos de definiciones sobre este término que le llevarán al mismo lugar: persuadir significa “cambiar su juicio”, “modificar su pensar”, “establecer un comportamiento”, todo luego de influir en sus conocimientos por medio de argumentos. Entonces, según el alcance y la penetración de los medios de comunicación, es lógico suponer que estos mensajes se emitan a través de estos canales para cautivar a las masas.
Precisamente, ese interés por el alcance masivo de la persuasión ya provocaba grandes preocupaciones desde inicios del siglo pasado. Con las reflexiones del teórico social Harold Lasswell sobre las técnicas de propaganda utilizadas para la Primera Guerra Mundial, ya se advertía de “la irracionalidad de las masas” que sucumbían ante la manipulación. Esta estrategia sentó un precedente para el desarrollo de los medios masivos que hoy sufren grandes transformaciones, entre ellas, la integración de la televisión digital anunciada para el 2009.
Al reflexionar con detenimiento sobre este tema, tal vez usted se piense demasiado listo/a para rendirse ante este juego que, remitido al contexto histórico, parecerá algo lejano. Sin embargo, le recomiendo que piense un poco. Por más que evite caer en su trampa, el mensaje que los estrategas de la persuasión han concebido buscará la forma de acercarse; cuando menos lo espere, habrá penetrado algún rincón de su espacio vital. De manera atractiva y seductora, el bombardeo de mensajes interesantes con imágenes poderosas sobre los últimos destinos turísticos, la colonia de moda o el automóvil de mayor rendimiento tocará a su puerta.
En su libro Age of Propaganda (2002), los psicólogos Anthony Pratkanis y Elliot Aronson afirman que un televidente promedio de los Estados Unidos podría ver casi 40 mil comerciales publicitarios al año. Si a eso añadimos otros esfuerzos publicitarios (2.6 comerciales de radio, medio millón de pancartas desplegadas en avenidas concurridas y 40 millones de mensajes enviados a través de correo directo o la Internet), no parece haber escapatoria. Tarde o temprano, todos recibiremos –directa o indirectamente— el impacto seductor de un mensaje persuasivo.
Sobra decir que los medios de comunicación han servido como plataforma para la ejecución de estrategias persuasivas que conmueven, inquietan y provocan. Aún con los cambios forzosos por las nuevas tecnologías, los medios no han perdido tiempo en inventar maneras creativas de transmitir los mensajes persuasivos que, en principio, fundamentaron su existencia. Pratkinis y Aronson aseguran que “cada sociedad requiere un mecanismo para tomar decisiones, resolver disputas y coordinar actividades”. En el caso de las sociedades capitalistas, dicen lo siguiente: “hemos escogido la persuasión”. ¿Y por qué esta herramienta y no otra?
Sencillo: la persuasión en los medios de comunicación ha servido con fidelidad a sus propósitos. Gracias a ella, hemos consumido bebidas carbonatadas, viajado a destinos exóticos y también votado en las elecciones. Sigue siendo la herramienta perfecta para convencernos sobre las tendencias de moda que inducen al cambio social. Y seguirá seduciendo con mano suave, pero firme a las masas consumidoras.
Y también a todos nosotros. Queramos o no.
(El autor es profesor, escritor y guionista de televisión. Posee un Máster en Comunicaciones de la Universidad del Sagrado Corazón en Puerto Rico.)
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