José Ramón García Melián
Antes que nada, quiero expresar mi agradecimiento a la Editora, Olga Edith López, por su invitación a participar en esta sección, y a mi tutora, Silvia Díaz, por haberme recomendado. No sé si será de ayuda lo que pueda escribir, pero no será porque no lo intente (¡La verdad es que si no lo intento, Silvia me suspende!).
No suelo ver mucha televisión, pero cuando lo hago me gusta ver algún documental que me interese o alguna serie en las que aparecen personajes extraños o peculiares, personajes que desde la ficción me aporten algo nuevo para utilizar en mi vida o para entender a los demás. De entre esas series podría destacar la antigua policíaca Colombo. Pero no sólo yo me fijé en él, también le atrajo el método de este particular policía a Jim Camp, el autor del libro De entrada diga No. Otra serie llamativa que también podría mencionar es House, con ese doctor aparentemente insensible y de trato difícil.
Sin embargo, aparte de esas dos series mencionadas con anterioridad y alguna otra, hay una que creo va por su 7ª temporada en Estados Unidos y que me llama mucho la atención. Me refiero a la serie Monk. El protagonista de esta serie es un investigador y expolicía, que sufre un desorden obsesivo compulsivo muchas veces combinado con fobias impredecibles: miedo a las alturas, a los gérmenes, a las multitudes, la a leche, al desorden, a la suciedad, etc. Estos miedos llegan a obsesionarle hasta el punto de distraerle temporalmente de la investigación que realiza, e incluso ser un obstáculo insalvable para poder continuarla, si no es por su ayudante.
Así como Adrian Monk es esclavo de sus miedos, muchas personas son esclavas de lo que llamamos "orgullo" y del que en el diccionario de la Lengua Española se describe como "arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles". A pesar de que algunas personas consideran que el orgullo es algo bueno, yo he comprobado que es la causa de muchas discusiones, enfrentamiento con los amigos o los compañeros de trabajo, malos entendidos, etc., e incluso en Coaching puede llegar a ser un obstáculo para progresar, tanto para el coach como para el coachee.
Decía El Quijote: "Yo sé quién soy", y es curioso porque uno de los efectos del orgullo es que no nos deja ver ni ser quiénes realmente somos, es más, a veces nos hace deambular por caminos totalmente ajenos a nuestra forma de ser y andamos sin posibilidad de retorno empujados por una fuerza interior que no nos deja ceder ni tan siquiera ante la razón.
Aunque ya de adulto he logrado controlar en gran medida los efectos malignos del orgullo, reconozco que durante gran parte de mi vida ha sido uno de mis grandes problemas. Últimamente me ha ayudado mucho el aplicar como elemento de control un concepto de negociación que Jim Camp emplea en alguno de sus libros, y que él denomina la "no necesidad" y que yo he extrapolado para uso en mi vida personal y profesional.
¿No le ha ocurrido que ha discutido con un amigo, un alumno, un profesor, su marido o esposa, teniendo o sin tener razón, y no ha sido capaz de finalizar la discusión, o días después de hacer las paces con esa persona? A mí me ha ocurrido muchas veces y lo que recuerdo me pasaba algunas veces por la cabeza era: "¿Por qué tengo que ser yo el que dé el primer paso?". La respuesta era porque tenía la "necesidad" de: tener la razón, quedar bien, etc. Creo que nuestro orgullo nos produce una necesidad de mantenernos en una posición antinatural que obedece mayormente a una satisfacción de nuestro "Yo" interior.
Si lo pensamos bien, realmente sólo tenemos necesidad de respirar, alimentarnos, beber agua, dormir, vestirnos y poco más. El resto son deseos, pero que de ninguna manera limitan nuestra supervivencia. Generalmente olvidamos esto y hacemos imprescindible y defendemos con gran vehemencia cosas, actitudes o pensamientos mundanos, que realmente no tienen importancia para nuestra vida.
Un psicólogo amigo, Fernando Moreno, me contó una vez un cuento de un mono y unos cacahuetes que viene como anillo al dedo. Decía así: "En algunas zonas de África se cazaban los monos atando bien fuerte al árbol una bolsa de piel. Ponían en su interior cacahuetes, la comida preferida del mono. En la bolsa había un agujero de tamaño tal que por él podía pasar justamente la mano del mono, pero que una vez llena, cerraba el puño y ya no podía sacarlo de la bolsa de cuero. ¡Pobre mono! Cuando veía que no podía sacar el puño lleno de cacahuetes por el pequeño agujero se ponía furioso, chillaba e intentaba huir. Todo era inútil. Por esfuerzos que hiciera no podía sacar la mano de la bolsa. Entonces el cazador salía del escondrijo. Cogía al mono. Le daba un golpe seco en el codo. El mono abría la mano y soltaba los cacahuetes. Así de fácil: con sólo abrir la mano y desprenderse de los cacahuetes el mono se hubiera salvado".
¡Cuántos son los que quedan cogidos, aprisionados, aferrados, atados a sus egoísmos o son arrastrados por negras pasiones que les destruirán y que en un inicio podían haberse liberado de ellas!
(El autor es estudiante de Coaching Personal en TISOC. Puede contactar con el autor desde autores@tisoc.com).
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